Yo la recuerdo bastante bien. Con sus trencitas a medio hacer y unos cachetes que parecían darle la vuelta al mundo, sonreía todo el tiempo y cantaba por todos los rincones; odiaba las clases de educación física porque de ninguna manera iban a contribuir en su formación como ser humano, pero amaba la ciencia y las plantas.

Tenía una fascinación por los libros y los animales que daba ternura, y se esforzaba por ser la mejor (no lo lograba siempre) pero una que otra vez, sacaba las mejores notas de la clase.

Era una persona bastante normal, ni extravagante ni extraordinaria. Solo normal.

Yo la recuerdo bien. Pero la recuerdo porque al terminar las clases lloraba, lloraba mucho porque no veía su magia. Lloraba porque quería  brillar y ser de plástico como todas las que no eran sus amigas.

Nunca supo cómo encontrar su lugar ni  mirarse al espejo sin reprocharse cada falla; no sabía que en esos cachetes gigantes los astrónomos habían descubierto galaxias y que al escucharla cantar, se conmovían hasta las niñas de plástico. Pero no se lo decían.

No veía su magia, entonces se apagó. Yo la recuerdo bien porque de tanto llorar, olvidó cómo sonreir.

Estaba asustada, no podía enfrentar la batalla con esos demonios. De vez en cuando le hablaban: «no vales nada» «eres tan fea» «eres gorda» «nadie te puede querer»; entonces se quedó callada y lo aceptó como su verdad.

Es que el mundo no quiere entender que las palabras son poderosas. Hay unas que dañan. Hay otras que sanan. Que no cuesta nada cuidar lo que sale de tu lengua para ti o para los otros y así mismo, no cuesta taparse los oídos si lo que escuchas deja de edificarte. Lo digo con toda la fuerza: ¡No lo escuches!

Ella postergó la batalla. Guardó silencio muchos años y siguió llorando cada vez más fuerte.  Rompió los espejos que le recordaban una realidad fabricada por el pasado y su imaginación.

Creció.

Y estaba irreconocible. Un poco más tierna, un poco más dura. Las palabras cambiaron, ahora casi todas eran flores pero ya no las  podía creer.

La recuerdo porque a pesar de todo, seguía limpiando uno a uno cada rasguño. Los viejos, los nuevos. Lo intentó tanto, a veces con seguridad otras solo por joder… Cada vez que lo hacía se conectaba más con el universo y las palabras dolían un poco menos.

Siguió.

Su cabello aún tiene una trenza a medio hacer, pero ya no le disgusta… sus mejillas poco han cambiado. Pero ya sonríe, cada día un poco más.

Quizás  la batalla dure toda la vida.

O quizás, en un instante inesperado, ella misma se convierta en galaxia.